viernes, 24 de septiembre de 2010

Helmántica, vida helmántica.

Siempre he vivido en la ciudad de las mil y una noches. No hay mezquitas y por suerte tampoco hay un sultán que cada noche mate a su recién estrenada esposa. Yo la llamó así porque cada noche hay una nueva historia que contar. He viajado miles de kilómetros sin soltar la misma copa de mi mano, sin mover los pies del suelo. Todo el mundo habla de su hogar, de aquel lugar que echa de menos, pero no pueden abandonar esta ciudad.

He visto brotar poesía, teatro, música a borbotones en las esquinas, igual que sí se hubiera roto la tubería del agua, y por las grietas del suelo inundaran las calles. Inundadas de palabras, de sonidos de jazz, de voces graves, del acordeonista rumano, la violinista cubana y el militar escuálido que no se olvida la armónica. Tampoco nos podemos olvidar al príncipe vienés que trae al cura pelirrojo y sus cuatro estaciones a nuestras calles con su violín, su pertenencia a la realeza son simples suposiciones de la persona soñadora que siempre he sido. Edith Piaf, vuelve a sonar en directo en un país hispano-hablante, como si desde la Cuba pre-revolucionaria no hubiera cambiado nada.

La calle de los tres coños, por el frío, lo largo y lo alto, no nos podemos olvidar el viento en la ciudad, claro. El viento, no tiene mucha fama, pero a mí me encanta. En la esquina de la Plaza hay un hombre, árabe, no sé de dónde exactamente. Tiene un pequeño puesto bajo un arco, le da la magia a ese sonido ambiente que de la plaza cuando sus pañuelos de bailarina de los siete velos, ondean y mil pequeñas monedas te hacen sentir la ráfaga del aire. Esa es la magia, la magia de una bailarina invisible.

Y luego están las personas, porque no son hormigas, son personas. Los propios nos encontramos en lugares ajenos. Y lo ajeno se apodera de la ciudad como si fuera propio. Yo he tenido más amores transoceánicos que autóctonos. Siempre en contínua renovación, siempre ajenos, propios, y juntos, los unos de los otros.

Las mil y una noches, o Babel, pero sin peleas. También he visto un huerto exultante en primavera, los Romeos y Julietas siguen asistiendo, cada rincón es un beso que quedará en la memoria. Allí ya murieron dos amantes, ahora, no gracias, solo queremos amor en el huerto, nada de violencia. Ah y que no se me olvide la Cueva, la entrada al infierno, las señales inequívocas de que esta ciudad ha sido, y ojalá será, propiedad y dueña de siglos y siglos de jóvenes estudiantes, con ganas de volar, inventar y saber.

Y lo mejor de todo, son los héroes locales, la rana, las leyendas y el astronauta, y las tardes de primavera, con el cielo totalmente abierto ante nuestros ojos. Porque aquí podemos ver todo el cielo, menudo espectáculo: cirros, estratos, cúmulos, y todo revestido de rojos, azules, negros, amarillos. Menudo espectáculo es este cielo. O tal vez sea como todos, pero aquí lo vemos siempre, en su inmensidad. Iluminarse de la inmensidad, como Ungaretti.

Y los héroes, uno de ellos paró un toro en una de las puertas de las muralla, la misma puerta por la que intentó entrar Aníbal, y al grito de "tentenecio" le dió un original nombre a una cuesta, para la que el toro o el mismo caballo de Aníbal no tendrían fuerza de enfrentar. Otro empezó a hablar de derechos humanos, por primera vez, esto enorgullece a una simple ciudadana. Otro se despidió de la democracia, gritando a los fascistas: "venceréis, pero no convencereís". Bien hecho señor Unamuno, señor Francisco de Vitoria, señor San Juan de Sahagún. Y señor Anónimo, por crear un libro como el Lazarillo de Tormes, y llevarte esta ciudad al fin del mundo.

Y la sala cómún de la ciudad, punto de encuentro el día de tu primer beso, o un sitio para quedar con el desconocido que anoche te besó como si no hubiera mañana. La Plaza Mayor, es como una sala de estar, de alguna manera te sientes en casa, cómodo. Yo la he visto cubierta de harina, con Vetusta Morla haciendo despegar las mentes y los pies del suelo. La he visto de noche, de día, de madrugada, triste, contenta, vacía, llena de gente con una peluca naranja, brillando como si fuera una vela gigante, brillante como si la piedra fuera lava dorada, mojada, nublada, primaveral.

Allí he visto payasos profesionales, trapecistas y cómo desmantelaban un exposición de Manolo Valdés. Aquel día sentí que se acababa una buena época, los canarios de Séneca volvían a su tierra, y se acaban las grandes celebraciones con adornos navideños en octubre, y el tomar leche condensada a escondidas con Rubén, mientras los demás jugaban al hielo. Se acababa la época de bailar salsa como desaforados, la época de llorar de risa, la época de las coreografías espontáneas de tres chicos adultos, se acababa el echar de menos a un amor que me había abandonado por un país extranjero. Aquel día de invierno en la plaza, iba camino de casa de Aida, una grúa ajena a la imagen desmontaba el rostro de acero gigante de una mujer, los canarios habían volado, y yo ya no amaba a mi bambino. La Plaza, me reconcilió con la vida que tenía antes de irme a Londres. Y me encantaría tener un final, unas palabras acertadas para esta parrafada, pero sé que en cualquier momento se me caerá en el cerebro una segunda parte. Y las letras manejarán mis dedos, se me caeran los recuerdos como un hilillo de luz por el oído, y no pararé hasta plasmarlo todo.

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