lunes, 12 de marzo de 2012

Flower boy, el suicida (I)

Mucha gente utiliza esa expresión de fue flor de un día.

Bailar en la oscuridad es eso que hacemos cuando perdemos el sentido y aún queremos vivir. Hay un psicólogo alemán que dice que mientras no nos hemos suicidado, a pesar de que todo vaya realmente mal y no veamos ninguna luz más allá del sol nos mantenemos con vida. El psicólogo en cuestión recibía a pacientes en el último hilo de vida elegida y les decía:

-Muy bien, usted está perdido, ha perdido todo, no tiene ningún futuro. Su vida es una mierda y cuando va por la calle no desearía seguir caminando, respirando o dando un paso más.

-Muy cierto.-decía el imaginario paciente de este ejemplo.

-En ese caso. ¿Por qué no se suicida? Es la mejor opción, ¿por qué no se suicida?

El paciente se encontraba entonces entre horrorizado por la opinión de aquel profesional que le empujaba al suicidio. En parte convencido, empezaba a pensar en el suicidio como una opción muy posible. Respiraba, se colocaba el puño de la camisa entorno a la muñeca y volvía a respirar. Quizá aquella era la solución, se decía a sí mismo. Quizá era el momento de acabar con todo. Decir adiós, recoger la casa, ponerse una bonita ropa, cenar bien, y dejar una carta si consideraba que a alguien le importaba aquel juego y sin más irse de este mundo por la puerta de atrás. El método no importaba, tenía un vecino farmacéutico que podría conseguirle cualquier tipo de barbitúrico que bien mezclado se lo llevaría. Era un hombre al que le gustaba el espectáculo pero de ahí a hacer una escenificación correspondiente al momento, eso era demasiado. Le gustaba el espectáculo sí, pero no le gustaba demasiado eso del dolor, no era valiente y en las puertas de una muerte que él estaba construyendo no iba a pasar dolor autoinfligido, era un suicida, no un estúpido.

Bueno la denominación también le resultaba interesante, suicida, soy un suicida. De manera egoísta como todo lo veía nuestro paciente era un título que le hacía recordar a los grandes románticos del XIX con ese halo de misterio, de niebla, de luna llena, de hombres con bonitos trajes y grandes agujeros en los bolsillos, de poetas malditos, pobres diablos.

Se despidió del psicólogo. Casi hacen una broma acerca de si se volverían a ver, ¿pido otra cita? no sé tengo que cuadrar la agenda con mi suicidio, ya veremos. Se alejaba poco a poco de aquella realidad, paseaba por la calle encantado del abrigo que le quitaba el frío, del olor a madera antigua de la consulta del doctor. Caminaba hacia a casa. Tenía que pensar cada detalle, una persona meticulosa lo es hasta las últimas consecuencias.

Nuestro paciente compró dos cuadernos de camino a casa. Un cuaderno verde y otro rojo. El verde le relajaba, el rojo generalmente le inspiraba. Compró también una bella pluma estilográfica porque el dinero que había ahorrado hasta ahora no iba a ser necesario más.

Primero pensó en el modo de morir. Buscó en google, en foros, en libros médicos. No quería dolor, pero tampoco quería pasar de puntillas por el mundo. Al menos quería dar un buen portazo para que toda la grada se girara al acabar su función. El aplauso no era necesario, pero la atención sí. Enumeró los modos, las formas, los métodos, los instrumentos. No quería cómplices quería ocuparse él. Se sentó frente al ordenador y en su libro verde escribió lo que serían los ensayos de cada función. Las posibilidades, los datos, los pros los contras... En el libro rojo se limitó a pasar a limpio las mejores ideas, sus pensamientos, sus decisiones.

Pasaron dos días de trabajo frenético. Debo contar que era un tipo con mucha imaginación, demasiados recursos en su cabeza para hacer lo que hace el resto de la gente, además era algo snob, narcisista, y bueno, era un personaje diferente. El suicida tituló el cuaderno rojo Bye Bye Mundo. El verde se quedó en Ensayos para el plan de mi fin del mundo. Pasaron dos días de trabajo frenético y acudió a la consulta. Cuando pidió hora la secretaria pareció sorprenderse de que fuera el señor Guerra aquel que llamaba con esa energía tan poco usual en él, solía parecer un hombre muy gris.

El señor suicida se sentó frente al psicólogo, era un día más.

-Dudaba de volver a verle, francamente.

-Lo mismo me pasa a mí, pero no me gusta hacer las cosas de cualquier manera.

Ambos adultos se sonrieron, en parte lo hacían porque era extraña aquella franqueza al hablar de la muerte. Entre ellos había una relación muy inusual, un hombre había sugerido la idea de morir, y el otro se había sentido bien. Además era raro tener conversaciones así en el mundo civilizado en que nos encontramos. De manera seria, concisa, educada, habían establecido una relación de respeto, pero era posible que uno de los dos muriera.

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