lunes, 19 de julio de 2010

Salsa de tomate, amor.

Con la tierra pegada a mi piel, vi por primera vez la luz del sol. Algo que parecía un brazo, una rama me sujetaba desde arriba, desde el centro de mis pensamientos. La fina película que me cubría se había tornado del mismo color que mi corazón. Mi recolección era una cuestión a la que me asomaba frenético y perturbado. Creo que no es el momento de decir quién, o cómo soy sino qué soy. Pues bien señores y señoras, yo soy un tomate.

Como cada día los pasos de Lola se hunden con calma sobre la tierra húmeda, madre de todos nosotros. Lola pasea entre las tomateras, y solo se detiene ante los sanos tomates rojos que se distinguen como lunares sobre la extensión verde de plantas. El tamborileo de sus pasos se detiene y con vergüenza me empiezo a sentir observado, y si un tomate es notorio imaginen un tomate gordo y ruborizado. Se acerca a mí, y con una ceja levantada me mira. En ella hay algo maternal, en segundos siento más apego hacia ella que a la mano verde que me sujeta y que impide que me estrelle contra el suelo. Su brazo se adelanta, yo incluso tiemblo, sus yemas se hunden lentamente en mí, tira hacia abajo de mi cuerpo, y conmigo en su mano me deposita suavemente sobre los demás tomates como si fuera un insecto sobre una hoja.

Ha pasado un rato, ahora estoy en un lugar cerrado, con techo, me pregunto dónde estará el sol dándome calorcito. Lola mira el reloj de poco en poco, mira su teléfono, mira hacia la puerta, respira agitadamente, bebe agua una y otra vez, está que se sube por las paredes. Llaman a la puerta, ella contiene la respiración un segundo, se mira en un espejo que lleva en el delantal, se limpia unas manchas de barro que le produjo un tomate suicida y corre a abrir. Es Mario, el cocinero, un tonto que no se da cuenta del amor que alguien le profesa en esa casa. Con unas palabras escasas, entrecortadas, de educación los dos adultos se dirigen a la cocina.

Ahora ha llegado el momento de que me preocupe por mi futuro. Porque ya que alguien me escucha no me gustaría mezclarme con mis parientes en una salsa de tomate frito, una botella de Ketchup o un Bloddy Mary. Sin embargo no estaría mal conocer a una lechuga en una ensalada, o una lubina que me contara cómo es el océano. Bueno, volviendo a estos dos, van y vienen por la cocina intentando, ahora lo digo sin reservas, que no se note que se aman, ni se rozan, ni se acercan, casi ni se miran, con lo que yo daría porque alguien me quisiera. Si consiguieran tener un contacto mínimo, una caricia de las manos de Lola, un soplido de Mario. Tengo un plan para no ser olvidado.

Amontonado entre los demás, la tabla de cortar se alza como una guillotina mientras el cuchillo desmenuza a mis compañeros, organizándolos en cuencos de colores para la comida. Mario me agarra, me sujeta con decisión pero justo en el momento en el que casi estoy rozando el cuchillo me escabullo hasta el bolsillo de su mandil. Ahí bien resguardadito, le oigo gritar. Lola corre preocupada a curarle, y por fin se tocan, se miran de cerca. Por fin, Mario dice “este tomate no se me va olvidar en la vida”, y Lola dice “a mí tampoco”. No quiero ser cotilla, pero han quedado para cenar
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