miércoles, 28 de septiembre de 2011

La negra flor

Tan, tan, llaman a la puerta otra vez.



Ella siempre a tenido nombre de flor, pero es y ha sido lo menos parecido a una flor. En un primer momento la veíamos en manos sucias y hambrientas, en un segundo momento la vimos tiritando por las calles. En un tercer momento la dejamos de ver. Había decidido morir.

Al final volvió, tenía más kilos encima. Ya no llevaba la piel astillada y su pelo estaba limpio y brillante. Había dejado la calle una temporada, hablaba de bonitos vestidos, lencería de colores, un nuevo amor, y alguien que venía. Tenía casi cuarenta años y entonces se quedó embarazada. Para ella un gesto de amor era un bocadillo robado a hurtadillas de casa, un gesto de amistad es un cigarro, un café, un rato de conversación.

La negra flor te encontraba en la calle te llamaba guapa y venía a contarte sus aventuras un rato, lloraba a ratos de miedo y a ratos de alegría. Iba a ser madre, ¡ella! y no comprendía que tanta suerte fuera posible a la vez que no paraba de llorar por la vida que le iba a prestar a su bebé.

Si un día quería hablarte del amor, la única frase que pegaba y repasaba como una pegatina en tu cabeza era: "él me quería tanto". Él habían sido varios, una vez había despertado en el hospital, otra en una clínica de desintoxicación, otra de vuelta a casa de sus padres y otro en las calles más frías de Salamanca.

Ella era una negra flor, ahora ha vuelto. Su niño nació en primavera, ella (re)nació en primavera. Ha vuelto, hablando de vestidos, de bebés y de futuro. La negra flor se aleja con un precioso vestido blanco.


Sentir la trayectoria que llevan las nubes, volver por la mañana y ver que sale el sol.
Y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón.




*Canción: Golfa. Extremoduro
*Imagen extraída de Vagabunda







miércoles, 21 de septiembre de 2011

Morir mil veces


Es como vomitar desde el interior más profundo de tu estómago. Tu cuerpo se regurgita a sí mismo. Tu propio cuerpo quiere expulsarse, sacar lo que queda dentro de la carne, los huesos, el umbral de la desolación. Tu cuerpo ya no es tuyo, su carne ahora crece en ti y tú no eres más que la pérdida. La vereda tenía un final, un lugar lleno de charcos, nadie te había avisado. 

Y por una vez no eres tú la que importa, por la que miras, por la que sobrevives. Es otro, u otra, algo pequeño e insignificante que nunca te abandonará, algo que nunca tuviste en las manos, pero que todo tu cuerpo escupió entre lágrimas y barro que nacía de algún lugar inundado de la tierra.

Lo precioso, lo cómodo, el cariño se vuelve hostilidad, las mejores palabras te decepcionan a ti misma. Quieres esconder la cara, dormir más de diez meses y que todo sea un gran sueño en el tú te viste como la mujer que serías y no eres al despertar. Y en el fondo sabes que es un hijo de la primavera, una mariposa que floreció en verano, con amor por el mar. Y te dicen que ya no te brillan los ojos como antes. Y la mariposa se escapó, y la amabas y aún no había nacido. Imaginabas sus alas, su sonrisa de pequeño bicho, su color.

Pero vuela, y tú te quedas donde estabas esperando que los sueños te vuelvan a marear. Que la vida de otras oportunidades y que te brillen los ojos, que no vomites tristeza, que seas bonita en los peores días, que los amigos te quieran, que los amores te hieran y que sigas en tus veinte años como si nada hubiera pasado. Aunque en el fondo sabes que cada día pensarás en qué habría pasado, en cómo hubiera sido tu historia o vuestra historia. Porque de repente, sientes que no está esa vida que antes te ahogaba, y lo imaginas, y ves a ese hijo de la primavera. Y comprendes el amor universal.

Y nunca hubo algo así, pero lo habrá. Somos chicas, estamos solas. Pero sabemos sobrevivir y continuar. Eso es lo que importa.