domingo, 27 de febrero de 2011

Pollitos en tu basura.


No es ningún secreto que suelo llorar por tonterías. Lloró con una canción que ni siquiera entiendo, leo una historia que no he vivido, y lloro. Y veo a un amigo cumplir un sueño y sigo llorando. Sin embargo, la tristeza en sus múltiples variables (melancolía, nostalgia, desazón, apatía...) no está ahora en mí.

No tengo hambre. Liarse la manta a la cabeza no entraba en los planes, y sin embargo. Cajón de sastre o cajón desastre. Solo puedo decir: Cua cua.

Son discursos vitales sin salida, es normal escapar, escaquearse y buscar lo que no te han dado. Lo raro es encontrarlo, los hay que no destiñen, que no tienen miedo, que arriesgan. Los hay y las hay. Somos por lo general una dualidad constante, nunca los mismos modos, estrategias. Casi nada de todo esto entraba en los planes y sin embargo. Es esa frase que siempre me ha parecido de tontos que teorizan sin ver más allá de sus narices, esos que no abren la ventana en invierno. Esos. Esos que dicen esa chorrada que "la vida es eso que pasa mientras planeas otras cosas". Tal vez es cierto, pero no puedes sentarte a esperar en casa a que suceda algo, por eso me jode la frase. John Lennon que al parecer fue quien la dijo vivió más allá de sus narices, sacó la cabeza por la ventana, estoy segura. La muerte no entraba en sus planes supongo, espero que no se refiera a eso, claro. Bueno pues esa frase, esa sentencia que siempre he oído de bocas inútiles, que no se paraban a observar el mundo que les rodeaba. Y vivían candando la luz que se metía entre las persianas.

Yo había a empezado a andar hacia otros bellos horizontes, bellos que sin embargo había rechazado mirar. "Encontrar la manera, sentirse bien, sin tener ni idea", Pues eso. Me dí por vencida hace mucho tiempo, y ya no sufro. Porque eso es algo que hice demasiado. Ahora me parece maravilloso este lugar, mi Plaza Mayor brillando puntual, ajena a los colores del Belo Horizonte, no hace falta preguntarse nada. Solo tumbarse en la piedra caliente, notar el sol entre la piel, la ropa y la piedra. Y ver el color en el cuadrado imperfecto que es el cielo en ese momento, que todo cambie de color. Pobre como ratas, con los dientes blancos como siempre.

Calma y vértigo, calor y frío, a partes iguales. Inesperado. Idiota. Y los amigos alegres por el brindis inesperado, la cena fría, helada. Se alargan las cenas en función de nuestros príncipes, es difícil mantener la atención. Joder, ¿y qué importa todo? Nada. Nada y Todo, a veces son la misma palabra.

Da igual si el mundo anda solo, quien este, quien no. Da igual medir cada paso o estar a la altura, se escapa de nuestros deseos. Es un buen presagio que el barrio se quede sin farolas. Es un abrigo lo de la lluvia cuando te hacen daño en lo más líquido del corazón. Una vez volvía a casa, bastante triste, y empezó a llover. Llovía sobre mí y llovía yo. Y la encontré, tumbada en el centro de la Plaza Mayor cubierta de agua, bajo la lluvia con el pijama. Me dijo que estaba aún más triste que yo. Pero que se sentía bien. Se sentía bien completamente empapada sobre la piedra de octubre. Creo que se ahogó tras historias de las que nunca tendremos conciencia, pero era feliz bajo el aguacero. Era una total desconocida que no hacía planes, ni tenía un paraguas parando el agua, la vida.

Entonces definitivamente cambio la frase de Lennon y me limitaré a pensar que la vida se abre camino indudablemente, por inercia. Inercia, ella te lleva, tú vives.

VIVA LA VIDA

jueves, 3 de febrero de 2011

No digas te quiero, quiéreme.


Desde fuera todos somos perfectos y felices, arañas un poco la mierda superficial del principio y te encuentras con seres verdaderamente desastrosos. Todo obedece a un interés. Es imposible negarlo, bueno, es posible pero es mentira. Los maquiavélicos que lo darán todo por su propósito, las femme fatale que se congelan un poco por dentro, y todo se va a la mierda. Aida dice que es normal cambiar de opinión, ser otra chica mañana. Pero cambiar es perder, y por lógica: ganar?. Y qué cojones importa si al final la sensación de vacío nunca te abandona. Es como las decepciones, realmente quiero pensar que la culpa es mía. Expectativas, tú pones la semilla, yo la riego y no hay ni rastro de vida.

Y pienso entonces que quién quiere de verdad. Será el que está, será el que sueña, o como siempre soy yo. Es cuestión de insaciabilidad, porque es un hambre terrible, un hambre que se alimenta de buenos recuerdos y resquebraja pequeños sueños. Siempre vamos a querer más, y la seguridad de tenerlo es incierta.

Certeza, siempre me suena a corteza. Me viene a la cabeza un trozo de madera que sigue pegado a un árbol pero que sin embargo se va despegando y curvándose en su sequedad. Seco y lleno de arrugas, de rajas.

Ser siempre los buenos. La culpa no era nuestra, era de nuestro cerebro que se autojustificaba por sus actos y por la sangre española que nos corre por las venas, dijo Aida de nuevo. Nunca creí en eso, pero cambié. Me di cuenta de que tenía tanto amor como rabia, celos, gritos: pasión pura que nutría mi sangre de color rojo. La furia española pegada en todas las banderas que ondeaban por el Mundial. Aquellos días fueron de los mejores que he vivido. Un amor de verano no era, era un amor de invierno que se iba perdiendo entre aeropuertos y dudas. Ahí vi la sangre tan líquida que corría por mis venas. Y ya no te queda en qué creer, o en quién creer. Y qué menos que decir que de pronto entiendes por qué la gente se convierte a las religiones, y a ratos me siento totalmente perdida.

Ahora recuerdo un octubre atrás. Un hospital, el miedo temblando entre las piernas y hasta el corazón. La sangre espesa, el aire cargado y la dificultad de alimentar el cerebro. Cómo he llegado hasta aquí sin nada en qué creer. Solo mi viejo amuleto oxidándose en el cuello.

Atravesé las puertas, y una virgen María me miró como si me fueran a dar una mala noticia. Me abriga, me abriga siempre. Empecé a creer en la Virgen, cuando apareció mezclada con la antigua Iemanjá, Yemaya, miles de nombres. El número siete, mezclado con el mar, y aquel nombre que de vez en cuando aparecía en mi vida, llamándome la atención. Aprendí a creer en ella porque era la madre que entonces yo creía estar perdiendo. Yemayá era esa fuerza que salía del aire, del viento arrastrado desde la costa siempre de siete en siete. La fuerza femenina cargada en el mar.

Y la Meca, decidí orientarme hacia allí siempre que necesitara algo de verdad. Más de mil millones de personas mandaban su energía hacia aquel lugar, cómo no iba a creer en la fuerza de tantas personas en un punto del universo. Y el primero que habló de todo aquello en lo que creía: igualdad, perdón, respeto, comunidad, nada de juicios. El Jesús de Nazaret era mi respuesta, no el de el gran castillo Vaticano. Las palabras sabias de aquel barbudito al que nunca veremos la cara, sus palabras corrompidas y malinterpretadas. Deberías bajar y dar algún tortazo a los sordos.

Y durante aquellos días inmóviles como nada, que aún me paralizan, me descubrí rezando una poesía inventada, mirando hacia el sureste, bajo la mirada de una señora cubierta de azul, y amando el siete con toda la fuerza que me mandaba la divinidad yoruba, el festejo que se celebraba el mismo día que yo había nacido. Salí a pasear con Sultán, me regaló un pañuelo palestino de color rosa, y unos pasteles que aún no he podido probar. El miedo se me pego al estómago cuando vi la vulnerabilidad de mi madre, y solo pude abrigarme de otros y hundir la cabeza en el olor de aquel pañuelo mientras el mareo me llenaba los ojos lágrimas. Y más de un año después, el olor me remite a aquella habitación de hospital completamente impoluta, oyendo hablar de personas que no conocerá esta tierra, y de una mujer que ya nunca más sería una chica. Y de aquellos dos enamorados que nos hacían sentir ajenos, estúpidos y alegres. Con el ambicioso proyecto de seguir sobreviviendo. Eso era el amor, del que tanto nos habían hablado.

Y la miré, y me alegré mucho de haberla conocido, y tener una parte que la pertenecía. Y los miré, y supe para siempre qué era eso de querer. Una parte incierta, una parte de muchas, una religión. Algo en qué creer, por ahora y para siempre. Porque la vida acaba abriéndose paso. Indudablemente.