miércoles, 14 de marzo de 2012

Aquel juego de cuchillos


Fregar cuchillos.



Aquel amor era como fregar cuchillos. Los cuchillos son elementos relucientes, alargados, bellos incluso. Los cuchillos dañan. María manipulaba los cuchillos en el fregadero, eran los únicos que no metía en el lavavajillas. Aquel juego de cuchillos tenían un mango de madera precioso que se astillaba y secaba con las altas temperaturas del agua del aparato. Por ello María con el poder preciso de reina de la cocina, guardaba a parte entre todos los trastos sucios aquellos cuchillos para fregarlos aparte con el mayor cuidado posible.

Los ponía bajo el agua durante unos segundos, dejaba poco a poco que el fregadero se llenara unos cinco centímetros. María adoraba esa sensación de cuidar el juego de cuchillos y poder mojarse las manos con aquel agua tibia. Le encantaba poner sus manos bajo el chorro de agua, frotarse las manos y acariciar cada dedo, cada hueco, limpiarlo, era una cirujana que cuidaba cada detalle para aquel tesoro que tenía que manipular.

Adoraba aquel juego de cuchillos, le gustaba su empuñadura de madera con pequeñas muescas en el canto. Y aquel filo tan reluciente, tan afilado como un rayo de luz, tan nuevo. La punta, la dulce punta, la afilada punta. Cuando consideraba que los cuchillos estaban lo suficientemente húmedos comenzaba a frotarlos con la parte más suave del estropajo. Frotaba de manera firme, pero cariñosa como si aquel arma de matar fuera algo débil, vulnerable o inocuo.

Sabía que aquel filo podía atravesar la piel de sus dedos en cualquier instante, sabía que las yemas de sus dedos podían verse sangrando con un mal movimiento, con un descuido idiota. Sabía que mientras estuviera con ese juego insano entre las manos podría resultar herida en cualquier instante. Sabía que la identidad de sus huellas dactilares se podían verse damnificada por un tonto corte, la identidad podía verse algo borrosa. Lo sabía todo y aún así cuidaba los cuchillos por esos momentos de agua tibia y relucientes filos.

Los cuchillos son una metáfora de las relaciones peligrosas. Los cuchillos dañan, lo sabes de antemano mételos en el lavavajillas no metas tus manos de carne entre sus puntas de acero. Por mucha belleza que parezca tener la fórmula tenían una relación de amor-odio debes saber que SI HAY VIOLENCIA, NUNCA HABRÁ AMOR.

María se dio cuenta de que era una persona que se había acostumbrado a beber el café esquivando una herida en el labio, y que siempre estaba en aquella cocina en penumbra. En su vida había un cuchillo muy bonito, pero un cuchillo es un arma de matar, de cortar carne, es destrucción incluso en la cocina. Los cuchillos apartan la piel, llegan hasta el corazón y una vez allí, continúan.

María tardó un tiempo pero al final tiró aquel juego de cuchillos que le había destrozado la vida.

lunes, 12 de marzo de 2012

Flower boy, los suicidas no necesitan esquela (IV)

El sonido de fin de llamada le rompió el corazón un poco más. Lo de antes habían sido pequeñas rupturas, esto era la confirmación, la gran grieta que algún día acabará con el mundo. Un dulce y amargo final para nuestro héroe suicida. Se repuso cuanto pudo y acudió al cuaderno rojo, tenía prisa porque los pensamientos llenaban todo el aire de la habitación y eso le ahogaba. Método Número Siete: el salto del ángel muerto. Consistía en caer por la ventana. No era demasiado original, el menos original de todos los métodos pero era eficiente, y rápido. Y necesitaba mucho dolor físico para olvidar el interior que parpadeaba y rasgaba palpitando.

Buscó su mejor traje, su preciosa corbata y sacó brillo a sus zapatos. Encendió su último cigarro aquel que iba a ser el último, y lo saboreó mientras se peinaba el pelo hacia atrás como siempre le había gustado. Se limpió un lagrimón que cayó al mirarse en el espejo de aquel cuarto de baño de ciudad grande. Se colocó la chaqueta, abrió la ventana de par en par, la que mayor y mejor vista tenía de su amada Barcelona. Dejó que pasaran unos minutos para que el viento de final de invierno llenara toda la habitación. Se sintió dichoso de esa brisa preprimaveral y de esa luz de tarde previa al atardecer. Puso la banqueta que lo separaba del vacío, se sentó en el alféizar, comprobó que en su bolsillo aún estaba su mechero Te souviens tu. Tomó su última bocanada de aire, apagó el cigarro y lo lanzó al vacío.

-Ese será mi último viaje sobre la tierra, y pienso gritar: adiós mundo cruel. Ahora esa frase tiene mucho sentido. – lo dijo para la habitación y para sí mismo, lo dijo para toda Barcelona.

Respiró. Cerró los ojos. El silencio era inmenso.

Llamaron a la puerta, otra vez, llamaron a la puerta. ¿Cómo era posible? Ahora ni se respetaba a los suicidas. Bueno para lo que quedaba de tiempo en la tierra, qué más daba. Saltó.

Saltó dentro de la habitación y fue tranquilo y pausado a abrir la puerta. Descolgó el telefonillo y no contestaba nadie. Aquello le enfadaba, estaba ocupado, ¿el estúpido universo no lo entendía? Dio media vuelta para seguir con su tarea, de repente aporrearon la puerta de su casa. Abrió directamente, era un hombre sin miedo.

-¿Qué cojones te crees? ¡Estaba muy ocupado!- gritó porque le apetecía, ni siquiera había abierto la puerta del todo.

-Lo siento, colgué para llegar más rápido.

Nuestro suicida sintió un mareo por todo el cuerpo, y los nanosegundos en los que la puerta recorrió todo el espacio para mostrar quién estaba al otro lado se hicieron eternos. Pero aquella voz no podía ser otra que la de Ana. Y sí, era ella.

Estaba preciosa, tenía el pelo suelto y largo. Iba vestida con una especie de pijama de muchas partes. Tenía la cara roja, como de haber corrido o llorado. O ambas cosas. Y los ojos como siempre pero más profundos.

-Pensé que no…- las palabras no le salían, la vida había vuelto a comenzar en ese instante.

-Te dije que siempre, me dijiste que si seguía ahí y te dije que siempre. Y sabía que estabas en Barcelona, sabía incluso cuál de todas era tu puerta. Te souvient tu.

Se abrazaron y fue como si diez años no los hubieran apartado. Se hundieron el uno en el olor del otro, como si fuera un buen sueño. Con esa promesa interna de recoger cada detalle del momento en la cabeza. Apoyaron sus cabezas en la frente del otro.

Dos semanas después, el psicólogo avergonzado seguía recorriendo las páginas de los periódicos y buscando a su suicida. Leía las esquelas de todos los periódicos de Barcelona. Seguía sin saber nada del Señor Guerra. Llamaron a su puerta y era su secretaria.

-Alguien ha dejado algo para usted.

Traía en los brazos un sobre de color caqui de tamaño folio, más o menos pesado. En el remite, había una sonrisa y un gracias tatuado por una letra que le resultaba conocida. Lo abrió curioso.

En el interior del sobre caqui había cuatro cuadernos.

1. Cuaderno Verde: Bye bye mundo

2. Cuaderno Rojo: Ensayos para el plan de mi fin del mundo

3. Cuaderno Azul: El doctor me dijo que buscara cosas buenas de la vida.

4. Cuaderno Blanco: Mi suicidio, la historia de cómo continuó mi vida.

"Flor de un día, flower boy. Flores que deciden apagarse porque tienen una belleza sucinta al tiempo. Flower boy murió pero nació otra cosa en el lugar en el que él se había perdido. Si eres flower boy pierde el miedo."

Flower boy, mi amor (III)

-El título para este cuaderno debe ponerlo usted.- dijo el psicólogo al entregarle el nuevo cuaderno.

Nuestro suicida fue a casa y continuó trabajando. Al principio le costó pero poco a poco las ideas surgían. Adoraba el azúcar quemado, el olor a laca de peluquería de barrio. Siguió con las cosas que merece la pena sentir luego las que merecían recordar y todas aquellas que había vivido o quería haber vivido antes de su suicidio.

Fue como si entonces el mundo se parara. Sólo estaban él y su cigarro. Bueno y la eterna compañera: su sombra alargada y delgada dejando señales en cada pared. Respiró el aire, la última vez. Eternidad, allá voy, respiró su último trozo de tabaco y pensó en que muchas guerras se habían terminado ya. Pensó en la primera vez que besó a alguien, pensó en la primera vez que lo besaron, pensó en el café que tomó en su primer día de facultad. Pensó entonces en su madre con aquel vestido azul, con su padre con la pipa entre los dientes. Pensó en las macetas viejas, ajadas, el viento soplándoles encima. La guerra se terminó tantas veces, pensó en ella. Ella fue el amor de su vida. Pensó en su pelo, en su olor todavía pegado a su memoria. Pensó en sus manos cuando hacían el amor, pensó en sus ojos. Pensó en cómo le gustaba amarla de estación en estación, de día en día, de hora en hora. Pensó cómo se querían sin verse, sin apenas conocerse, pensó en la energía de los encuentros, en la tensa y larga espera. Pensó en aquella copa que tomaron a medias un día que no tenían dinero. Pensó en Roma, en Soria, en el pueblo. Pensó en la cama, en el sofá, en casa, en el hotel. Pensó en los viajes tan fríos y largos que tenía que hacer para encontrarla. Pensó en el miedo que sentía y en el no poder decirle que la quería. Pensó en el momento en el que ella se rindió, pensó en el momento en el que ella no podía esperarle más. Pensó en todos los momentos buenos, dentro de ella, junto a ella, encima de ella, debajo de ella, en resumen: con ella. Pensó en su ausencia infinita, en su adiós, pensó en su te souviens tu. Pensó en su rendición, en su miedo, en su amor. Pensó y no supo. Pensó y ante la llamada tan cercana y precisa de su propia muerte descolgó el teléfono. Se suele decir: ¿qué harías si no tuvieras miedo? Llevaba tanto tiempo callado que no sabía si la voz le iba a salir, no sabía si sus cuerdas vocales aún vibrarían.

Sonaron tres toques, alguien descolgó el teléfono.

-Hola, ¿quién es?- era una voz masculina.

Las palabras se le atragantaron a la altura de la boca del estómago, pero llegaron hasta la boca.

-Buenas tardes, estaba buscando a Ana.

-Hola, ¿quién es?- Ahora era su voz, la voz femenina le dio un tremendo escalofrío.

-Ana, soy yo, ¿reconoces aún mi voz?

Pareció reponerse del impacto de esa voz unos segundos y dijo:

-¿Cómo no voy a conocerte? ¿Cómo estás?- se notaba que estaba nerviosa, y que sonreía.

- Estoy muy bien, como quien viaja en el tiempo. ¿Cómo estás tú?

-Siempre con tus respuestas misteriosas… Estoy bien recién llegada del trabajo. Ahora vivo en Barcelona. Has hablado con mi hermano, pero no creo que lo recuerdes, era muy pequeño cuando tú y yo… nos conocimos.

-Bueno quería decirte algo, lo quiero hacer porque me encuentro en una situación extraña. Y no quiero dejar ningún cabo suelto, y tú eres uno de los importantes. Te voy a pedir que no hables.

- ¿Cuál es la situación extraña?

- No hables, ¿vale? Sabes que soy un miedica. -Los dos empezaron a reírse y eso además de relajar la situación trajo multitud mil momentos a la línea del teléfono.

-Ok, escucharé y las explicaciones llegarán luego.- Tomó todo el aire que quedaba en la habitación y comenzó.

- No sé nada de ti desde hace cerca de unos diez años. He sido el acosador que aumenta las visitas de tu facebook y he hecho de tu vida un esquema y una historia sustentada a base de los comentarios que recibes o haces. Imagino cómo es tu vida ahora a través de todo lo que cuelgas en el muro, intento recordar quién eras e imaginar como eres hoy. Vivo en Barcelona sin que tú lo sepas, porque no quiero que sepas, que salgo cada día a la calle con la esperanza de encontrarte en cualquier jardín, y asustado, atemorizado de cómo sería el encuentro de darse. Muchas veces cojo el mechero, el te souviens tu, y espero que aquella frase fuera una promesa encriptada. Y ahora me hallo en una posición extraña, porque no tengo miedo. Nunca me he sentido así, no he tenido ni miedo, ni aire desde que decidí llamarte. No tengo miedo de decirte que recorro con la yema de mis dedos la inscripción del terecuerdo en francés. No tengo miedo de decirte que sigo pensando que volverás, y sé que todo fue culpa mía. Sé ahora que tú eras el amor de mi vida, sé que lo sabía entonces pero nunca me atreví. Nunca supe llegar más allá agarrarte la mano y llevarte a casa. Nunca supe, nunca me sentí lo tremendamente fuerte para hacerlo. Nunca pude, me aterrorizaba pensar que tú dijeras no, que todo fuera un teatro en mi cabeza. Me asustaba despertar un día y notar tu ausencia en todas partes, notar que las distancias habituales se habían llenado de muros inquebrantables. Me atemorizaba que no me quisieras como lo hacía yo. Y llegó el día en que te diste por vencida, yo nunca daba muestras de nada. Yo te ponía el caramelo en la boca te dejaba saborearlo unos segundo y luego cerraba la conversación, volvía a mi ciudad y me llevaba el caramelo lleno de tu saliva en el bolsillo con el papel ahora arrugado cubriéndolo. Y te diste por vencida, y yo me rodee de orgullo, y continúe contigo, pero sin ti. Ya no era distancia, ya era una guerra perdida. Ya me abandonaste por sentirte abandonada. Me abandonaste tú, y me abandoné yo. Y ahora ando a un paso de dejarme ir para siempre. Y pienso en ti, la única persona con la que pude pensar en un para siempre. ¿Sigues ahí?

La voz se demoró unos segundos, y ahora parecía como si tuviera lágrimas pegadas encima. Se oía una respiración al otro lado. Tomó aire y contesto:

-Siempre.

Ambos respiraron, conscientes del aire de nuevo del mundo, belleza pura de oxígeno. Un gran peso sobre los hombros de Guerra había desaparecido. Su amor al otro lado del teléfono, igual muy lejos, mucho más lejos que la fronteras de la vieja Barcelona pero escuchándole a él.

De repente, Ana decidió colgar.

Flower boy, el cuaderno azul (II)

El psicólogo estaba leyendo los cuadernos del suicida, le había llevado su gran obra para que pudiera no solo aprobarla sino admirarla. El lujo de detalles era inmenso, por ejemplo recogía un método de suicidio en el que un sistema de poleas le clavaría un cuchillo muy ancho. El sistema estaba diseñado para que en el momento en que se fuera a clavar el cuchillo en su yugular unos segundos antes algo presionara su cabeza de tal manera que se desmayara. Sabía cuánto medía cada cuerda, cada contrapeso, la longitud del arma, lo había medido todo. Llenaba las hojas de todos los cuadernos, de una manera ordenada, no faltaba ningún detalle. Era un suicida de escuela, el psicólogo no lo podía creer tenía entre las manos un largo manual de formas de morir, aquel hombre de verdad quería seguir alguno de aquellos planes. La perplejidad sólo aumentaba a cada página que pasaba. Lo más curioso para el profesional era su propia sensación interior, en parte estaba creciendo en el un sentimiento muy hondo de respeto hacia aquel hombre. En parte, se sentía maravillado ante la transparencia de aquel hombre enfrentándose a la muerte. En parte se sentía culpable de verlo como alguien a quien respetar. En parte sabía que aquel hombre no había contemplado otra opción que la del suicidio, era un anillo para un dedo. En parte se sentía maravillado y culpable, culpable y maravillado. Aquel hombre no contemplaba la vida como algo plausible, viable, no era una opción.

-Bueno qué le parece, debería decidirme por alguno de los métodos verdad. No quiero demorarme demasiado, si llega la primavera me quedaré la temporada de buen tiempo y me gustaría llevar a cabo el plan cuanto antes.

-Le propongo algo mejor, o mejor dicho, le propongo algo más.

-Hable, tengo que tenerlo todo en cuenta y más de una persona que ha leído los manuales.

-Los manuales como usted los llama tienen un franca minusvalía, se le ha olvidado un aspecto imperiosamente necesario en todo este asunto.

Guerra estaba perplejo, avergonzando incluso. ¿Qué coño se le podía haber olvidado? Eran planes perfectos los miraras como los miraras. Se recolocó los puños de su camisa, el cuello, cada triángulo a cada lado de la corbata, se echó un mechón de pelo cansado sobre la frente hacia atrás, colocó aquel ridículo mechón sobre su cabeza peinada hacia atrás, brillante, repleta de gomina. Rebuscó en su bolsillo, necesitaba un cigarro, ¿qué había faltado en su plan brillante? Sacó el paquete aún por abrir, arrancó el papel plateado y como muchas otras veces olió el paquete de cigarrillos recién abierto. Su vida de repente se hundía estrepitosamente, qué faltaba ahora. Cogió el mechero entre sus dedos, lo miró como si nunca lo hubiera antes, tenía una inscripción en la tapa, te souviens tu. Te recuerdo encendió la llama, los dos estaban en silencio, la llama parecía quemar el silencio. Encendió el cigarrillo perdido entre sus pensamientos, tocando cada punto, qué había fallado en sus meticulosos planes. Extraía cada trozo de humo del tubo de tabaco que manejaba en las manos mientras miraba su viejo mechero. Paladeó durante unos segundos, el sabor del cigarro en su boca, la primera vez que con aquel mismo mechero había encendido un cigarrillo. La primera vez fue tras abrir el pequeño regalo, se lo había regalado ella. Dónde estaría ella hoy. Ahuyentó el humo y los recuerdos que habían vuelto durante unos segundos, ahuyentó a su fantasma preferida.

-El gran error es que ha obviado algo muy importante.

-Dígamelo ya, por favor.

-Volveré en unos diez minutos, no se vaya por favor. Esta consulta corre de mi cuenta.- El psicólogo se levantó y se perdió escaleras abajo.

Segundos después la secretaria asomó la cabeza por la consulta con cara de extrañada. El suicida la saludó como quien dice: aquí no hay nada interesante. Ella se ajustó las gafas y volvió a su mesa en la sala de espera.

A los pocos minutos apareció el doctor con un cuaderno de tapas azules en las manos. Dividió el cuaderno en grupos de hojas, cuatro grupos. Dobló una esquina en el comienzo de cada sección y puso cuatro títulos. Cosas que merece la pena sentir, cosas que merece la pena ver u oler. Cosas que merece la pena recordar. Cosas que merece la pena vivir. Dejó una última hoja libre. Arriba puso, busque el patrón que guían todas esas cosas.

Flower boy, el suicida (I)

Mucha gente utiliza esa expresión de fue flor de un día.

Bailar en la oscuridad es eso que hacemos cuando perdemos el sentido y aún queremos vivir. Hay un psicólogo alemán que dice que mientras no nos hemos suicidado, a pesar de que todo vaya realmente mal y no veamos ninguna luz más allá del sol nos mantenemos con vida. El psicólogo en cuestión recibía a pacientes en el último hilo de vida elegida y les decía:

-Muy bien, usted está perdido, ha perdido todo, no tiene ningún futuro. Su vida es una mierda y cuando va por la calle no desearía seguir caminando, respirando o dando un paso más.

-Muy cierto.-decía el imaginario paciente de este ejemplo.

-En ese caso. ¿Por qué no se suicida? Es la mejor opción, ¿por qué no se suicida?

El paciente se encontraba entonces entre horrorizado por la opinión de aquel profesional que le empujaba al suicidio. En parte convencido, empezaba a pensar en el suicidio como una opción muy posible. Respiraba, se colocaba el puño de la camisa entorno a la muñeca y volvía a respirar. Quizá aquella era la solución, se decía a sí mismo. Quizá era el momento de acabar con todo. Decir adiós, recoger la casa, ponerse una bonita ropa, cenar bien, y dejar una carta si consideraba que a alguien le importaba aquel juego y sin más irse de este mundo por la puerta de atrás. El método no importaba, tenía un vecino farmacéutico que podría conseguirle cualquier tipo de barbitúrico que bien mezclado se lo llevaría. Era un hombre al que le gustaba el espectáculo pero de ahí a hacer una escenificación correspondiente al momento, eso era demasiado. Le gustaba el espectáculo sí, pero no le gustaba demasiado eso del dolor, no era valiente y en las puertas de una muerte que él estaba construyendo no iba a pasar dolor autoinfligido, era un suicida, no un estúpido.

Bueno la denominación también le resultaba interesante, suicida, soy un suicida. De manera egoísta como todo lo veía nuestro paciente era un título que le hacía recordar a los grandes románticos del XIX con ese halo de misterio, de niebla, de luna llena, de hombres con bonitos trajes y grandes agujeros en los bolsillos, de poetas malditos, pobres diablos.

Se despidió del psicólogo. Casi hacen una broma acerca de si se volverían a ver, ¿pido otra cita? no sé tengo que cuadrar la agenda con mi suicidio, ya veremos. Se alejaba poco a poco de aquella realidad, paseaba por la calle encantado del abrigo que le quitaba el frío, del olor a madera antigua de la consulta del doctor. Caminaba hacia a casa. Tenía que pensar cada detalle, una persona meticulosa lo es hasta las últimas consecuencias.

Nuestro paciente compró dos cuadernos de camino a casa. Un cuaderno verde y otro rojo. El verde le relajaba, el rojo generalmente le inspiraba. Compró también una bella pluma estilográfica porque el dinero que había ahorrado hasta ahora no iba a ser necesario más.

Primero pensó en el modo de morir. Buscó en google, en foros, en libros médicos. No quería dolor, pero tampoco quería pasar de puntillas por el mundo. Al menos quería dar un buen portazo para que toda la grada se girara al acabar su función. El aplauso no era necesario, pero la atención sí. Enumeró los modos, las formas, los métodos, los instrumentos. No quería cómplices quería ocuparse él. Se sentó frente al ordenador y en su libro verde escribió lo que serían los ensayos de cada función. Las posibilidades, los datos, los pros los contras... En el libro rojo se limitó a pasar a limpio las mejores ideas, sus pensamientos, sus decisiones.

Pasaron dos días de trabajo frenético. Debo contar que era un tipo con mucha imaginación, demasiados recursos en su cabeza para hacer lo que hace el resto de la gente, además era algo snob, narcisista, y bueno, era un personaje diferente. El suicida tituló el cuaderno rojo Bye Bye Mundo. El verde se quedó en Ensayos para el plan de mi fin del mundo. Pasaron dos días de trabajo frenético y acudió a la consulta. Cuando pidió hora la secretaria pareció sorprenderse de que fuera el señor Guerra aquel que llamaba con esa energía tan poco usual en él, solía parecer un hombre muy gris.

El señor suicida se sentó frente al psicólogo, era un día más.

-Dudaba de volver a verle, francamente.

-Lo mismo me pasa a mí, pero no me gusta hacer las cosas de cualquier manera.

Ambos adultos se sonrieron, en parte lo hacían porque era extraña aquella franqueza al hablar de la muerte. Entre ellos había una relación muy inusual, un hombre había sugerido la idea de morir, y el otro se había sentido bien. Además era raro tener conversaciones así en el mundo civilizado en que nos encontramos. De manera seria, concisa, educada, habían establecido una relación de respeto, pero era posible que uno de los dos muriera.