jueves, 3 de febrero de 2011

No digas te quiero, quiéreme.


Desde fuera todos somos perfectos y felices, arañas un poco la mierda superficial del principio y te encuentras con seres verdaderamente desastrosos. Todo obedece a un interés. Es imposible negarlo, bueno, es posible pero es mentira. Los maquiavélicos que lo darán todo por su propósito, las femme fatale que se congelan un poco por dentro, y todo se va a la mierda. Aida dice que es normal cambiar de opinión, ser otra chica mañana. Pero cambiar es perder, y por lógica: ganar?. Y qué cojones importa si al final la sensación de vacío nunca te abandona. Es como las decepciones, realmente quiero pensar que la culpa es mía. Expectativas, tú pones la semilla, yo la riego y no hay ni rastro de vida.

Y pienso entonces que quién quiere de verdad. Será el que está, será el que sueña, o como siempre soy yo. Es cuestión de insaciabilidad, porque es un hambre terrible, un hambre que se alimenta de buenos recuerdos y resquebraja pequeños sueños. Siempre vamos a querer más, y la seguridad de tenerlo es incierta.

Certeza, siempre me suena a corteza. Me viene a la cabeza un trozo de madera que sigue pegado a un árbol pero que sin embargo se va despegando y curvándose en su sequedad. Seco y lleno de arrugas, de rajas.

Ser siempre los buenos. La culpa no era nuestra, era de nuestro cerebro que se autojustificaba por sus actos y por la sangre española que nos corre por las venas, dijo Aida de nuevo. Nunca creí en eso, pero cambié. Me di cuenta de que tenía tanto amor como rabia, celos, gritos: pasión pura que nutría mi sangre de color rojo. La furia española pegada en todas las banderas que ondeaban por el Mundial. Aquellos días fueron de los mejores que he vivido. Un amor de verano no era, era un amor de invierno que se iba perdiendo entre aeropuertos y dudas. Ahí vi la sangre tan líquida que corría por mis venas. Y ya no te queda en qué creer, o en quién creer. Y qué menos que decir que de pronto entiendes por qué la gente se convierte a las religiones, y a ratos me siento totalmente perdida.

Ahora recuerdo un octubre atrás. Un hospital, el miedo temblando entre las piernas y hasta el corazón. La sangre espesa, el aire cargado y la dificultad de alimentar el cerebro. Cómo he llegado hasta aquí sin nada en qué creer. Solo mi viejo amuleto oxidándose en el cuello.

Atravesé las puertas, y una virgen María me miró como si me fueran a dar una mala noticia. Me abriga, me abriga siempre. Empecé a creer en la Virgen, cuando apareció mezclada con la antigua Iemanjá, Yemaya, miles de nombres. El número siete, mezclado con el mar, y aquel nombre que de vez en cuando aparecía en mi vida, llamándome la atención. Aprendí a creer en ella porque era la madre que entonces yo creía estar perdiendo. Yemayá era esa fuerza que salía del aire, del viento arrastrado desde la costa siempre de siete en siete. La fuerza femenina cargada en el mar.

Y la Meca, decidí orientarme hacia allí siempre que necesitara algo de verdad. Más de mil millones de personas mandaban su energía hacia aquel lugar, cómo no iba a creer en la fuerza de tantas personas en un punto del universo. Y el primero que habló de todo aquello en lo que creía: igualdad, perdón, respeto, comunidad, nada de juicios. El Jesús de Nazaret era mi respuesta, no el de el gran castillo Vaticano. Las palabras sabias de aquel barbudito al que nunca veremos la cara, sus palabras corrompidas y malinterpretadas. Deberías bajar y dar algún tortazo a los sordos.

Y durante aquellos días inmóviles como nada, que aún me paralizan, me descubrí rezando una poesía inventada, mirando hacia el sureste, bajo la mirada de una señora cubierta de azul, y amando el siete con toda la fuerza que me mandaba la divinidad yoruba, el festejo que se celebraba el mismo día que yo había nacido. Salí a pasear con Sultán, me regaló un pañuelo palestino de color rosa, y unos pasteles que aún no he podido probar. El miedo se me pego al estómago cuando vi la vulnerabilidad de mi madre, y solo pude abrigarme de otros y hundir la cabeza en el olor de aquel pañuelo mientras el mareo me llenaba los ojos lágrimas. Y más de un año después, el olor me remite a aquella habitación de hospital completamente impoluta, oyendo hablar de personas que no conocerá esta tierra, y de una mujer que ya nunca más sería una chica. Y de aquellos dos enamorados que nos hacían sentir ajenos, estúpidos y alegres. Con el ambicioso proyecto de seguir sobreviviendo. Eso era el amor, del que tanto nos habían hablado.

Y la miré, y me alegré mucho de haberla conocido, y tener una parte que la pertenecía. Y los miré, y supe para siempre qué era eso de querer. Una parte incierta, una parte de muchas, una religión. Algo en qué creer, por ahora y para siempre. Porque la vida acaba abriéndose paso. Indudablemente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario