lunes, 27 de diciembre de 2010

Desde que te marchaste ya no crecen las flores.

El mundo funciona a un ritmo que muchas veces se antoja extraño, injusto, o simplemente irracional. Esta historia comienza en un barrio totalmente blanco, lleno de flores, un barrio en lo alto de una colina, un barrio controlando la ciudad. Antes de que nadie viviera en este pequeño e idilíco lugar, un hombre y una mujer se enamoraron. Realmente muchas personas se habían enamorado antes. Pero esta pareja es la que ahora nos ocupa. Él era un niño rico, ella una niña pobre.

Él construyó una gran casa para ella, ella construyo una familia para él. Aquella casa, aún hoy es el corazón del antiguo barrio: blanca, y más alta que todas las demás. El poderío de la casa se ha ido diluyendo entre años y desgracias, pero aquella niña pobre sigue viviendo allí.
La casa tenía un gran jardín de las rosas más bonitas que he visto en toda mi vida, el barrio entero preguntaba la razón de aquella suerte que el sol había brindado. Rojo y blanco restallaba y dilataba la belleza sobre la manta verde. Era admirable.

Allí creció un muchacho, alegre, aún hoy tengo su sonrisa impresa como un recuerdo. Aquel muchacho se tuvo que ir y la niña por la que habían construido aquel palacio, cayó enferma de tristeza. Dejó de ser una niña para siempre, sobre los ojos se le pinto un velo negro, un velo de dolor. Siempre me dice que lo peor que te puede pasar es sobrevivir a un hijo. Y así fue como las rosas dejaron de crecer, así fue, como nos hicimos todos mayores.

Aprendimos que la belleza también acaba, y que hay que personas que nunca nos abandonarán. Y aprendiéndolo algún día volveremos a bailar, sin olvidar, pero sin sufrir.

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